De las semillas creadas por Yavanna, Reina de la Tierra, crecieron en las Edades de las Lámparas los árboles de los grandes bosques de Arda. Muchos eran los mismos que conocemos hoy; sin embargo, en aquella época eran más altos y más gruesos. Había robles, arraclanes, serbales, abetos, hayas (que se llamaban neldoreth), abedules (llamados brethil) y acebos (llamados region). Pero existían asimismo otros que ahora han desaparecido del mundo: el aureorrojizo culumalda de Ithilien y el dorado mallorn, el árbol más alto de la Tierra Media, que se alzaba en Lothlórien.
Sin embargo, los más sorprendentes y hermosos de todos los árboles que hayan crecido jamás fueron los dos Árboles de los valar, que aparecieron después de las Edades de las Lámparas. Una vez Melkor hubo destruido las Lámparas de los valar, que habían iluminado el mundo entero, los valar abandonaron la Tierra Media y se trasladaron a las Tierras Imperecederas. Allí fundaron un segundo reino que llamaron Valinor, y Yavanna, Dadora de Frutos, se sentó en el montículo verde de Ezellohar, próximo a la puerta dorada occidental de Valimar, y se puso a cantar mientras los valar permanecían sentados en sus tronos del Anillo del Juicio, y Nienna la Plañidera regaba en silencio la Tierra con sus lágrimas. Según se cuenta, en primer lugar nació un árbol de plata y luego un árbol de oro, resplandecientes de luz, que crecieron hasta alcanzar la altura de los montes de Aulë. El árbol de más edad era Telperion, cuyas hojas eran verde oscuro y plata. En sus ramas brotaban flores argénteas que desprendían un rocío plateado. En alabanza, Telperion fue llamado también Ninquelótë y Silpion. Laurelin, el más joven de los Árboles de los valar, era la «canción de oro». Sus hojas, aunque verde pálido, estaban ribeteadas de oro; las flores eran como trompetas y llamas doradas, y de sus ramas caía una lluvia de luz áurea. En alabanza, Laurelin fue llamado también Culúrien y Malinalda, el «árbol dorado».
Así pues, éstos eran los dos Árboles que se alzaban en las Tierras Imperecederas e iluminaban el paisaje de oro y plata. El cómputo del tiempo se basó en el ritmo de la luz de los Árboles de los valar, pues hasta entonces no se había medido nunca, y de esta forma se iniciaron los días y los años de los Árboles, que fueron muchas y largas edades, mucho más largas que los Años de las Estrellas y del Sol. La luz de los Árboles gemelos de las Tierras Imperecederas era eterna, y los que vivían bajo su influjo se ennoblecían y alcanzaban una inmensa sabiduría.
Bajo su luz, los valar vivían dichosos mientras la Tierra Media se hallaba hundida en la oscuridad y Melkor reforzaba el poder de su reino de Utumno y su arsenal de Angband. No obstante, al cabo de un tiempo, Varda, que excavaba pozos debajo de los Árboles para recoger el rocío de la luz, tomó la luz plateada de Telperion, ascendió a la cúpula de los cielos y volvió a encender las apagadas estrellas. El resplandor fue todavía más intenso, y los malvados siervos de Melkor se amedrentaron en la Tierra Media, pues la luz de las estrellas caía ahora sobre ellos como flechas o como dagas de hielo que les causaron profundas heridas. Los elfos vinieron al mundo bajo esta luz de las estrellas, que los despertó alegremente.
Si bien la vida de los Árboles de los valar fue larga, su fin fue trágico y desastroso, pues, según se cuenta, Melkor hizo un pacto con Ungoliant: se acercaron ocultos por la Noluz de la araña, hendieron los Árboles y chuparon su savia hasta que quedaron resecos. Su luz se extinguió y no quedó de ellos más que unos troncos destrozados y unas ennegrecidas y envenenadas raíces. La araña Ungoliant vació y devoró también los pozos de luz y una terrible oscuridad cayó sobre Valinor. Así, la luz de los Árboles desapareció del mundo entero, excepto de las tres joyas llamadas Silmarils que habían creado los elfos de Eldamar, en las cuales se conservó sólo un poco. Pero Melkor, aunque no las destruyó, se llevó también estas gemas, y estos Silmarils fueron la causa de la larga y desastrosa guerra de las Joyas, que se libró durante toda la edad siguiente.
Entristecidos, los valar regresaron a los Árboles y volvieron a llamar a Yavanna y a Nienna. Yavanna entonó la canción verde sobre los Árboles muertos y Nienna derramó lágrimas desconsoladas; de los carbonizados restos brotó un único fruto dorado y una única flor plateada, que recibieron los nombres de Anar, el Fuego de Oro, e Isil, la Refulgente. El «Narsilion» narra cómo Aulë el Herrero fabricó grandes faroles en torno a estas radiantes luces para que no se apagaran. Manwë los consagró y Varda los elevó a los cielos y les asignó un recorrido sobre todas las tierras de Arda. De esta forma, los pequeños fragmentos de la luz viva de los Árboles de los valar vinieron al mundo y fueron llamados Sol y Luna. Arien, el espíritu maia del fuego, conduce al Sol, Anar, que se llama también Vása, «corazón de fuego»; y Tilion, el cazador maia, conduce a la Luna, Isil, la flor plateada, que también se llama Rána.
Los Árboles no permanecieron en el mundo tan sólo gracias a esta luz, pues Yavanna creó el árbol Galathilion a imagen de Telperion, aunque no irradiaba luz. Entregó este árbol a los elfos de Tirion, que lo conocieron como el Árbol Blanco de los eldar. En Eldamar crecieron y todavía siguen creciendo muchos otros árboles nacidos de sus semillas. Uno de ellos era Celeborn, que floreció en Tol Eressëa y del cual provenía la semilla que entregaron los elfos a los hombres de Númenor y que luego se convertiría en el árbol llamado Nimloth el Blanco, el Árbol Blanco de Númenor, que creció en el patio real hasta que el rey Ar-Pharazôn lo destruyó. Con ese acto, la isla de Númenor quedó condenada. Sin embargo, los príncipes de Andúnië habían extraído ya un vástago de Nimloth, y antes de la caída de Númenor un príncipe llamado Elendil el Alto llevó ese vástago a la Tierra Media. Su hijo plantó el descendiente de Nimloth en Minas Ithil, en Gondor, y los Árboles Blancos de Gondor crecieron allí hasta la Cuarta Edad del Sol. Si bien por tres veces un árbol blanco murió a causa de una plaga o de la guerra, siempre se encontraba algún vástago y la línea sucesoria no se interrumpió nunca. Estos Árboles Blancos constituían para los hombres mortales un vínculo vivo con los tiempos más antiguos de las Tierras Imperecederas, así como un símbolo de la nobleza, la sabiduría y la bondad de los valar.
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