miércoles, 8 de mayo de 2019

EL MANUSCRITO VOYNICH


Camino ya de los 60 años y superadas dos guerras mundiales, a William F. Friedman le quedaba poco por demostrar en 1946. A principios del siglo XX se había distinguido en EEUU como un criptoanalista experto en descodificar los mensajes de las tropas enemigas. En 1929 fue seleccionado para encabezar el Servicio de Inteligencia de Señales (SIS). Gracias a su talento logró desbaratar PURPLE, la máquina con la que Japón cifraba sus mensajes secretos durante la Segunda Guerra Mundial.

Finiquitada la contienda, hubiese sido comprensible que Friedman se retirara con su esposa, Elizebeth Smith, criptoanalista brillante que compartía su pasión por destripar códigos. En el camino de la pareja, sin embargo, se cruzó un reto mayor que PURPLE o la máquina Enigma que habían empleado las tropas nazis: el Manuscrito Voynich, códice de origen, autoría, idioma, alfabeto y contenido desconocidos. 

Friedman volcó su talento en desenmarañar los misterios del manuscrito. Le dedicó años y para su propósito no dudó en echar mano de todos los recursos que estaban a su alcance: se rodeó de un equipo de consumados investigadores y de la tecnología más puntera de su época. A pesar de sus esfuerzos, las sombras que rodean al libro no se disiparon y el Voynich sigue siendo todavía hoy un reto que trae de cabeza a los expertos. Casi cinco décadas después de su muerte, el códice se mantiene como el libro más enigmático de la historia.

La pareja de criptoanalistas consumió tiempo y esfuerzos en su tarea. Otras mentes brillantes salieron peor paradas del "enfrentamiento" con el Manuscrito Voynich. De William R. Newbold, profesor de Filosofía de la Universidad de Pensilvania (en la que ejerció incluso de decano) se cuenta que llegó a trastornarse en la búsqueda de respuestas. El códice está escrito sobre vitela. Su mensaje parece entretejido sin embargo con una impenetrable malla de interrogantes.
Lo poco que se sabe de él con más o menos certeza son algunos fogonazos aislados de su historia. 

Todo se remonta al siglo XVI

Sus orígenes se remontan a un episodio oscuro. Un día de 1580 el emperador Rodolfo II de Habsburgo recibió la visita de una de las parejas más estrafalarias que pisaría su ya de por sí estrambótica corte. A Rodolfo se le recuerda tanto por su rancio abolengo como por su carácter excéntrico y su pasión por la alquimia, la astrología y la magia, a la que daba rienda suelta en su palacio de Praga.
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Los dos personajes que se presentaron ante el emperador aquel día azuzaron esa vena ocultista. Uno era John Dee, anciano de larga y canosa barba que encarna a la perfección el cruce entre superstición y ciencia de la Europa del siglo XVI. Matemático y astrónomo, Dee era al mismo tiempo un místico que presumía de invocar a los espíritus. Lo acompañaba otro personaje igual de pintoresco: Edward Kelley, un charlatán que se dedicaba a promocionar sus servicios como adivino y médium y que en su juventud había sido condenado en Lancaster por falsificar documentos.
Al acudir ante Rodolfo II la estrafalaria pareja llevaba un bulto bajo el brazo: un códice manuscrito repleto de textos e ilustraciones indescifrables. El emperador pagó por él la generosa suma de 600 ducados. Años después, a principios del siglo XVII el libro se encontraba en manos de su farmacéutico y favorito, el alquimista Jacobus de Tepenecz, más conocido como Sinapius.
Durante los siglos siguientes la leyenda del manuscrito creció casi al mismo ritmo que la lista de sabios que intentaron sin éxito desenmarañar sus misterios. A sus páginas se asomaron (además de Sinapius) el bibliotecario del emperador, Georgius Barschius, su amigo el profesor Johannes Marcus Marci o el erudito Athanasius Kircher, uno de los científicos destacados del Barroco.

Wilfrid Voynich se llevó el libro al hype
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Tras ese largo e infructuoso periplo, el manuscrito terminó en una biblioteca jesuita en Villa Mondragone, en Italia. Cuando en 1912 la compañía religiosa se vio obligada a buscar liquidez decidió vender varios libros, entre ellos aquel códice de alfabeto e idioma indescifrables. El destino quiso que terminase en las manos más insospechadas: las de un bibliófilo nacido en Lituania y de origen polaco que una década antes se había fugado del campo de trabajo de Siberia donde estaba confinado: Wilfrid Michael Voynich. Desde entonces el viejo manuscrito toma de él su nombre.

Wilfrid estaba convencido de que el libro ocultaba importantes conocimientos de alquimia. Murió sin embargo igual que la larga lista de eruditos que lo había precedido: con muchas dudas y muy pocas certezas. Tras su fallecimiento, en 1931 su viuda decidió vender el códice al anticuario Hans Peter Kraus, de New York, quien casi cuatro décadas después lo donaría a la Universidad de Yale. Allí, en la Beinecke Rare Book Library (la sección que el centro dedica a los volúmenes más desconcertantes) sigue custodiado aún hoy.
El carrusel de sabios que desde la época de Rodolfo II intenta resolver el misterio de Voynich no se ha frenado. Al igual que Friedman o Newbold, filósofos, criptógrafos, paleógrafos... Y, sobre todo, legiones de aficionados al misticismo y los misterios se han quemado las pestañas intentando arrojar algo de luz. 

En busca de un significado

En el año 2000 el lingüista escocés Gordon Rugg aseguró que el libro era simple y llanamente un fraude, una elaborada farsa ideada por Kelley para sacarle el dinero a un crédulo Rodolfo II. El problema es que entre las pocas certezas que ha podido aportar la ciencia hasta la fecha hay una que desmonta esa teoría: los análisis con carbono-14 datan el manuscrito entre 1404 y 1434, más de un siglo antes del nacimiento de Kelley. Otra conclusión es que el texto (fluido) se ajusta a la ley de Zipf, que establece la frecuencia con que aparecen las palabras en las lenguas conocidas.

 
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Uno de los aspectos más fascinantes del libro son sus dibujos. 

En 2017 el profesor Nicholas Gibbs publicó un artículo "solucionando" el misterio. El texto se topó con el escepticismo de una comunidad científica harta de décadas (sino siglos) de cacareadas soluciones al enigma que jamás han llevado a nada. Según Gibbs, el códice sería un tratado sobre ginecología escrito en una versión taquigráfica de latín medieval. Para descodificarlo haría falta el índice de abreviaturas que probablemente estaba en una de las páginas perdidas del libro. Gibbs voncluyó además que parte de sus ilustraciones son copias de otros manuales médicos.

Antes que Gibbs, un grupo de investigadores de la Universidad de Manchester a las órdenes había analizado la entropía de las palabras del manuscrito para detectar las más importantes. Su conclusión fue que oculta un mensaje codificado con un lenguaje secreto. En 2014 otro profesor universitario, Stephen Bax, aseguraba haber descifrado algunos términos (como el que se usa para nombrar a la constelación Tauro o la planta kantairon) y que el manuscrito es un tratado sobre la naturaleza redactado en un idioma asiático o de Oriente Próximo. 

Hace solo dos meses la Universidad de Alberta anunciaba el enésimo intento por tumbar el misterio: un exhaustivo análisis con inteligencia artificial. Lejos de las conclusiones de Gibbs o Bax, los investigadores de Alberta trabajan con la idea de que el manuscrito está escrito en un idioma identificable: el hebreo.
 
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Ni el hebreo ni el latín son sin embargo las únicas lenguas que se han barajado como solución al Voynich. En uno u otro momento ha habido investigadores que han señalado el romaní, azteca, árabe, al alfabeto eslavo gaglolítico, el rongorongo de la isla de Pascua... Se ha afirmado que lo escribieron los cátaros, que su autor es Leonardo Da Vinci, el arquitecto Filarete o (la primera teoría y tal la idea con la que lo compró Rodolfo II) que es obra del franciscano Roger Bacon.
Si como han sostenido algunos autores fuera un engaño de Kelley sería uno de los embustes más largos y elaborados de la historia. Sobre su contenido también han corrido ríos de tinta. Sus famosas ilustraciones de frankeplantas (denominadas así por mezclar partes de diferentes especies) o las que muestran a embarazadas bañándose han azuzado la imaginación desde la época de Rodolfo II. De sus 232 páginas se ha dicho que contienen saberes arcanos de la alquimia o secretos de los artesanos de Milán para elaborar vidrio y veneno. Incluso la CIA se ha dado de bruces en su empeño por desenmarañar el enigma.
Tratado de ginecología, manual de botánica, compendio de alquimia, códice con secretos de los boticarios de Milán o simplemente un fraude ambicioso... Lo que no ha dejado nunca de ser el Voynich es el libro que nadie ha podido leer jamás, al menos desde hace 600 años.

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