Camino ya de los
60 años y superadas dos guerras mundiales, a William F. Friedman le quedaba
poco por demostrar en 1946. A principios del siglo XX se había distinguido en
EEUU como un criptoanalista experto en descodificar los mensajes de las tropas
enemigas. En 1929 fue seleccionado para encabezar el Servicio de Inteligencia de
Señales (SIS). Gracias a su talento logró desbaratar PURPLE, la máquina con la
que Japón cifraba sus mensajes secretos durante la Segunda Guerra Mundial.
Finiquitada la
contienda, hubiese sido comprensible que Friedman se retirara con su esposa,
Elizebeth Smith, criptoanalista brillante que compartía su pasión por destripar
códigos. En el camino de la pareja, sin embargo, se cruzó un reto mayor que
PURPLE o la máquina Enigma que habían empleado las tropas nazis: el Manuscrito
Voynich, códice de origen, autoría, idioma, alfabeto y contenido desconocidos.
Friedman volcó su
talento en desenmarañar los misterios del manuscrito. Le dedicó años y para su
propósito no dudó en echar mano de todos los recursos que estaban a su alcance:
se rodeó de un equipo de consumados investigadores y de la tecnología más
puntera de su época. A pesar de sus esfuerzos, las sombras que rodean al libro
no se disiparon y el Voynich sigue siendo todavía hoy un reto que trae de
cabeza a los expertos. Casi cinco décadas después de su muerte, el códice se
mantiene como el libro más enigmático de la historia.
La pareja de
criptoanalistas consumió tiempo y esfuerzos en su tarea. Otras mentes
brillantes salieron peor paradas del "enfrentamiento" con el
Manuscrito Voynich. De William R. Newbold, profesor de Filosofía de la
Universidad de Pensilvania (en la que ejerció incluso de decano) se cuenta que
llegó a trastornarse en la búsqueda de respuestas. El códice está escrito sobre
vitela. Su mensaje parece entretejido sin embargo con una impenetrable malla de
interrogantes.
Lo poco que se
sabe de él con más o menos certeza son algunos fogonazos aislados de su
historia.
Todo se remonta
al siglo XVI
Sus orígenes se
remontan a un episodio oscuro. Un día de 1580 el emperador Rodolfo II de
Habsburgo recibió la visita de una de las parejas más estrafalarias que pisaría
su ya de por sí estrambótica corte. A Rodolfo se le recuerda tanto por su
rancio abolengo como por su carácter excéntrico y su pasión por la alquimia, la
astrología y la magia, a la que daba rienda suelta en su palacio de Praga.
Los dos personajes que se
presentaron ante el emperador aquel día azuzaron esa vena ocultista. Uno era
John Dee, anciano de larga y canosa barba que encarna a la perfección el cruce
entre superstición y ciencia de la Europa del siglo XVI. Matemático y
astrónomo, Dee era al mismo tiempo un místico que presumía de invocar a los
espíritus. Lo acompañaba otro personaje igual de pintoresco: Edward Kelley, un
charlatán que se dedicaba a promocionar sus servicios como adivino y médium y
que en su juventud había sido condenado en Lancaster por falsificar documentos.
Al acudir ante Rodolfo II la
estrafalaria pareja llevaba un bulto bajo el brazo: un códice manuscrito
repleto de textos e ilustraciones indescifrables. El emperador pagó por él la
generosa suma de 600 ducados. Años después, a principios del siglo XVII el
libro se encontraba en manos de su farmacéutico y favorito, el alquimista
Jacobus de Tepenecz, más conocido como Sinapius.
Durante los siglos siguientes la
leyenda del manuscrito creció casi al mismo ritmo que la lista de sabios que
intentaron sin éxito desenmarañar sus misterios. A sus páginas se asomaron
(además de Sinapius) el bibliotecario del emperador, Georgius Barschius, su
amigo el profesor Johannes Marcus Marci o el erudito Athanasius Kircher, uno de
los científicos destacados del Barroco.
Wilfrid Voynich se llevó el libro al hype |
Tras ese largo e infructuoso
periplo, el manuscrito terminó en una biblioteca jesuita en Villa Mondragone,
en Italia. Cuando en 1912 la compañía religiosa se vio obligada a buscar
liquidez decidió vender varios libros, entre ellos aquel códice de alfabeto e
idioma indescifrables. El destino quiso que terminase en las manos más
insospechadas: las de un bibliófilo nacido en Lituania y de origen polaco que
una década antes se había fugado del campo de trabajo de Siberia donde estaba
confinado: Wilfrid Michael Voynich. Desde entonces el viejo manuscrito toma de
él su nombre.
Wilfrid estaba convencido de que el
libro ocultaba importantes conocimientos de alquimia. Murió sin embargo igual
que la larga lista de eruditos que lo había precedido: con muchas dudas y muy
pocas certezas. Tras su fallecimiento, en 1931 su viuda decidió vender el
códice al anticuario Hans Peter Kraus, de New York, quien casi cuatro décadas
después lo donaría a la Universidad de Yale. Allí, en la Beinecke Rare Book
Library (la sección que el centro dedica a los volúmenes más desconcertantes)
sigue custodiado aún hoy.
El carrusel de sabios que desde la
época de Rodolfo II intenta resolver el misterio de Voynich no se ha frenado.
Al igual que Friedman o Newbold, filósofos, criptógrafos, paleógrafos... Y,
sobre todo, legiones de aficionados al misticismo y los misterios se han
quemado las pestañas intentando arrojar algo de luz.
En busca de un significado
En el año 2000 el lingüista escocés
Gordon Rugg aseguró que el libro era simple y llanamente un fraude, una
elaborada farsa ideada por Kelley para sacarle el dinero a un crédulo Rodolfo
II. El problema es que entre las pocas certezas que ha podido aportar la
ciencia hasta la fecha hay una que desmonta esa teoría: los análisis con
carbono-14 datan el manuscrito entre 1404 y 1434, más de un siglo antes del
nacimiento de Kelley. Otra conclusión es que el texto (fluido) se ajusta a la
ley de Zipf, que establece la frecuencia con que aparecen las palabras en las
lenguas conocidas.
Ni el hebreo ni el latín son sin embargo
las únicas lenguas que se han barajado como solución al Voynich. En uno u otro
momento ha habido investigadores que han señalado el romaní, azteca, árabe, al
alfabeto eslavo gaglolítico, el rongorongo de la isla de Pascua... Se ha
afirmado que lo escribieron los cátaros, que su autor es Leonardo Da Vinci, el
arquitecto Filarete o (la primera teoría y tal la idea con la que lo compró
Rodolfo II) que es obra del franciscano Roger Bacon.
Si como han sostenido algunos autores
fuera un engaño de Kelley sería uno de los embustes más largos y elaborados de
la historia. Sobre su contenido también han corrido ríos de tinta. Sus famosas
ilustraciones de frankeplantas (denominadas así por mezclar partes de
diferentes especies) o las que muestran a embarazadas bañándose han azuzado la
imaginación desde la época de Rodolfo II. De sus 232 páginas se ha dicho que
contienen saberes arcanos de la alquimia o secretos de los artesanos de Milán
para elaborar vidrio y veneno. Incluso la CIA se ha dado de bruces en su empeño
por desenmarañar el enigma.
Tratado de ginecología, manual de
botánica, compendio de alquimia, códice con secretos de los boticarios de Milán
o simplemente un fraude ambicioso... Lo que no ha dejado nunca de ser el
Voynich es el libro que nadie ha podido leer jamás, al menos desde hace 600
años.
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