(Griego: diabolos; Latín: diabolus).
El nombre que se da comúnmente a los ángeles caídos, que son también conocidos como demonios (ver DEMONOLOGIA). Con el artículo (ho) hace referencia a Lucifer, su jefe, tal y como se menciona en Mateo 25:41, "el diablo y sus ángeles".Puede decirse de este nombre, como lo dice San Gregorio de la palabra ángel, "nomen est officii, non naturæ" (“el nombre designa el oficio, no la naturaleza”). En su origen griego (de diaballein, "traducir") la palabra significa difamador o acusador, y en este sentido se aplica a aquél de quien está escrito: “al acusador [ho kategoros] de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios”. (Apocalipsis 12:10). Responde también al nombre hebreo de Satanás, que significa adversario o acusador.Se hace mención del Diablo en muchos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, pero no se puede encontrar un relato preciso en un lugar determinado, y la enseñanza de las Sagradas Escrituras sobre este tópico, solamente puede lograrse mediante la combinación de varios indicios en ellas diseminados desde el Génesis al Apocalipsis, y realizando la lectura a la luz de la tradición patrística y teológica. La enseñanza autorizada de la Iglesia sobre este tópico, se plasma en los decretos del Cuarto Concilio de Letrán (cap. i, "Firmiter credimus"), en donde, luego de decir que en el principio Dios había creado dos criaturas, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la terrena, y finalmente el hombre, quien fue hecho de ambos espíritu y cuerpo, el concilio continúa: "Diabolus enim et alii dæmones a Deo quidem naturâ creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali." ("el Diablo y los otros demonios fueron creados por Dios en su naturaleza, pero ellos, por sí mismos se hicieron malvados”).Aquí se enseña claramente que el Diablo y los otros demonios son criaturas espirituales o angélicas creadas por Dios en un estado de inocencia, y que ellos se volvieron malvados por un acto de su propia voluntad. Se adiciona que el hombre pecó por sugerencia del Diablo y que en la otra vida, los malvados sufrirán el castigo perpetuo con el Diablo. La doctrina que de esto se puede inferir en pocas palabras, ha provisto de un tema fructífero para la especulación teológica de los Padres y Escolásticos, así como algunos teólogos tardíos, quienes, Suárez por ejemplo, han tratado el tema vastamente. Por otra parte, también ha sido objeto de muchas opiniones erróneas y heréticas, algunas de las cuales deben su origen a sistemas de demonología pre-cristiana. En años más recientes, los racionalistas rechazaron la doctrina de plano, intentando mostrar que el Judaísmo y la Cristiandad la tomaron prestada de sistemas religiosos externos, presentándola como una forma de desarrollo natural del Animismo primitivo.Tal y como se puede inferir del lenguaje utilizado en la definición Lateranense, el Diablo y los otros demonios, no son sino, una parte de la creación angélica, y que sus poderes naturales no difieren de aquellos ángeles que permanecieron fieles. Como los otros ángeles, ellos son espíritus puros sin cuerpo y en su estado original son provistos de gracia sobrenatural y puestos a prueba. Fue solamente por su caída que se volvieron demonios. Esto fue anterior al pecado de nuestros primeros padres, ya que este pecado está adscrito a la instigación del Diablo: “La envidia del diablo introdujo la muerte en el mundo” (Sabiduría 2:24). Aún así, resulta extraordinario que, para el relato de la caída de los ángeles, tengamos que ir hasta el último libro de la Biblia. Encontraremos que la imagen del pasado se encuentra mezclada con las profecías de lo que será en el futuro: “Entonces se desató una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón. Lucharon el dragón y sus ángeles, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar para ellos en el cielo. El dragón grande, la antigua serpiente, conocida como el Demonio o Satanás, fue expulsado; el seductor del mundo entero fue arrojado a la tierra y sus ángeles con él.” (Apocalipsis 12, 7-9)A esto pueden agregarse las palabras de San Judas: “Hizo lo mismo con los ángeles que no conservaron su domicilio, sino que abandonaron el lugar que les correspondía: Dios los encerró en cárceles eternas, en el fondo de las tinieblas, hasta que llegue el gran día del Juicio” (Judas 1, 6; cf. 2 Pedro 2, 4).En el Antiguo Testamento tenemos una breve referencia a la Caída en Job 4, 18: “Él, que descubre fallas en sus mismos ángeles”. Pero, a esto deben agregársele los dos textos clásicos de los profetas: “¿Cómo caíste desde el cielo, estrella brillante, hijo de la Aurora? ¿Cómo tú, el vencedor de las naciones, has sido derribado por tierra? En tu corazón decías: «Subiré hasta el cielo y levantaré mi trono encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña donde se reúnen los dioses, allá donde el Norte se termina; subiré a la cumbre de las nubes, seré igual al Altísimo.» Mas, ¡ay!, has caído en las honduras del abismo, en el lugar adonde van los muertos.” (Isaías 14,12-15)Esta parábola del profeta está expresamente dirigida contra el Rey de Babilonia, pero tanto los Padres como comentaristas católicos posteriores, concuerdan en entenderlo aplicable, con un significado más profundo, a la caída del ángel rebelde. Y los comentaristas más tardíos, generalmente consideran que esta interpretación es confirmada por las palabras de Nuestro Señor a sus discípulos: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo.” (Lucas 10:18); ya que estas palabras son tenidas como una reprensión a los discípulos, a quienes así se les advirtió sobre el peligro de la soberbia mediante el recordatorio de la caída de Lucifer. Pero los comentaristas modernos toman este texto con un sentido distinto, y lo refieren no a la caída original de Satanás, pero a su derrocamiento por la fe de los discípulos, quienes expulsaron los demonios en el nombre de su Maestro. Y esta nueva interpretación, tal y como observa Schanz, está más de acuerdo con el contexto.El pasaje profético paralelo es la lamentación de Ezequiel sobre el Rey de Tiro: “Tú eras la obra maestra, lleno de sabiduría, y de una belleza perfecta. Vivías en el Edén, en el jardín de Dios, sobre ti sólo había piedras preciosas: cornalina, topacio y diamante, crisólito, ónix y jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda, con aros, pendientes labradas en oro, desde el día en que fuiste creado. Te puse de guardia, como un Querub, en la montaña santa de Dios: permanecías allí yendo y viniendo entre las piedras de fuego. Desde el día en que fuiste creado, tu conducta había sido perfecta, hasta el día en que el mal se anidó en ti” (Ezequiel 28,12-15). Hay mucho en el contexto que solamente se puede entender de forma literal concerniente a un rey terrenal por quien estas palabras son manifiestamente dichas, pero está claro que, en cualquier caso, el rey es comparado con un angel en el Paraíso, quien se arruinó por su propia iniquidad.Aún para aquellos que no dudan y que de ninguna forma la disputan, la doctrina que se plantea en estos textos y en las interpretaciones patrísticas, bien pueden sugerir una multitud de preguntas, y los teólogos no han sido reticentes a preguntarlas y contestarlas.Y en primera instancia ¿cuál fue la naturaleza del pecado de los ángeles rebeldes? En cualquier caso, este era un punto que presentaba una dificultad considerable, especialmente para los teólogos, quienes se habían formado un alto concepto de los poderes y las posibilidades del conocimiento angélico, un asunto que presentaba una peculiar atracción para muchos de los grandes maestros de la especulación escolástica. Pues si el pecado es, como seguramente es, el tope de la locura, preferir la oscuridad en vez de la luz, el mal en vez del bien, parecería que sólo puede ser explicado por algunos como ignorancia, o descuido, o debilidad, o la influencia de alguna sobrecogedora pasión. Pero la mayor parte de estas explicaciones parecen ser impedidas por los poderes y las perfecciones de la naturaleza angélica. La debilidad de la carne, que explica la masa de la maldad humana, era totalmente ausente en los ángeles. No podría haber ningún lugar para el pecado carnal sin el corpus delicti (cuerpo del delito). Y aún algunos pecados que son puramente espirituales o intelectuales parecen presentar una dificultad casi insuperable en el caso de los ángeles.Esto puede ser con seguridad dicho del pecado, y que muchas de las mejores autoridades consideran como la verdadera gran ofensa del Lucifer: ingeniar el deseo de independencia de Dios e igualdad con Dios. Es verdad que esto parece ser afirmado en el pasaje de Isaías (14:13). Y es naturalmente sugerido por la idea de rebelión contra un soberano terrenal, en donde el jefe de los rebeldes muy comúnmente desea fervientemente el trono real. Al mismo tiempo, el alto rango que generalmente se supone que Lucifer ha sostenido en la jerarquía de ángeles, podría parecer hacer esta ofensa más probablemente en su caso, pues como la historia lo demuestra, es el sujeto más cercano al trono quién está más abierto a las tentaciones de la ambición. Pero esta analogía no es un tanto engañosa. Ya que la exaltación del sujeto puede hacer que su poder se acerque tanto a aquel de su soberano, que él puede llegar a ser capaz de afirmar su independencia o usurpar el trono; y aún cuando ese no es realmente el caso, él puede contemplar al menos, la posibilidad de una rebelión exitosa. Además, los poderes y las dignidades de un príncipe terrenal pueden ser compatibles con mucha ignorancia y locura. Pero es obvio lo contrario en el caso de los ángeles. Puesto que, independientemente de los dones y poderes que le puedan ser conferidos al más alto de los príncipes celestiales, él todavía estaría apartado por una distancia infinita de la plenitud del poder y la majestad de Dios, de modo que una rebelión exitosa contra aquel poder o la igualdad con aquella majestad, resultaría en una imposibilidad absoluta.Y lo que es más, los más altos de los ángeles, por razones de su mayor iluminación intelectual, deben tener clarísimo conocimiento de esta completa imposibilidad de llegar a la igualdad con Dios. Esta dificultad es claramente puesta por el Discípulo en el diálogo de San Anselmo "De Casu Diaboli" (cap. iv); ya que el santo sintió que el intelecto angélico, por lo menos, debe ver la fuerza “del argumento ontológico”. “Si”, se pregunta, “Dios no puede ser pensado sino por sí mismo, y es de tal esencia que no se puede pensar en nada que se le pueda parecer, [entonces] ¿cómo el Diablo deseó aquello que no podía siquiera pensarse? —Él seguramente no era tan corto de entendimiento como para ser ignorante de la inefabilidad de cualquier otra entidad similar a Dios” (Si Deus cogitari non potest, nisi ita solus, ut nihil illi simile cogitari possit, quomodo diabolus potuit velle quod non potuit cogitari? Non enim ita obtusæ mentis erat, ut nihil aliud simile Deo cogitari posse nesciret). El Diablo, por así decirlo, no era tan obtuso como para no saber que era imposible concebir algo que se igualara a Dios. Y lo que él no podía pensar, no podía desear.La respuesta de San Anselmo es que no es necesaria la condición de igualdad absoluta; mas tener voluntad de algo que va contra la voluntad Divina, es procurar tener aquella independencia que pertenece a Dios solo, y en este respecto ser igual a Dios. En el mismo sentido, Santo Tomás (I: 63:3) responde a la pregunta de si el Diablo deseaba ser “como Dios”. Si por esto entendemos igualdad con Dios, entonces el Diablo no podía desearlo, ya que lo sabía imposible, y él no estaba cegado por pasión o mal hábito para elegir aquello que es imposible, como puede suceder con los hombres. Y aun si fuese posible para una criatura hacerse Dios, un ángel no podía desear esto, puesto que, al hacerse igual que Dios, él dejaría de ser un ángel, y ninguna criatura puede desear su propia destrucción o un cambio esencial de su ser.Estos argumentos son combatidos por Scotus (en II lib. Sent., dist. vi, Q. i.), quien hace una distinción entre la volición eficaz y la volición de afabilidad, y sostiene que por este último acto, un ángel podría desear aquello que es imposible. Del mismo modo él insiste que, aunque una criatura no pueda directamente tener la voluntad de ir a su propia destrucción, esta puede hacerlo consequenter, es decir esta puede ir a algo desde lo cual ello seguiría.Aunque Santo Tomás considera el deseo de igualdad con Dios como algo imposible, él enseña sin embargo (op. cit.) que Satán pecó deseando ser "como Dios", según el pasaje del profeta (Isaías 14), y él entiende que esto ha de significar la semejanza, no la igualdad. Pero aquí otra vez hay necesidad de una diferencia. Ya que los hombres y los ángeles tienen una cierta semejanza con Dios en sus perfecciones naturales, que son sólo un reflejo de su belleza superior, y aún una semejanza adicional les es dada por gracia y gloria sobrenaturales. ¿Era cualquiera de estas semejanzas lo que el diablo deseó? Y si fue así, ¿cómo podría esto ser un pecado? Ya que, ¿no es este el fin para el cual los hombres y los ángeles fueron creados? Ciertamente, como enseña Tomás, no todo deseo de semejanza con Dios sería pecaminoso, ya que todos pueden correctamente desear aquella forma de semejanza que les ha sido designada por su Creador. Hay pecado sólo donde el deseo es excesivo, como en la búsqueda de algo contrario de la voluntad Divina, o en la búsqueda de la semejanza designada de modo incorrecto. El pecado de Satanás en este asunto puede haber consistido en el deseo de alcanzar la beatitud sobrenatural por sus poderes naturales o, lo que puede parecer aún más extraño, en buscar su beatitud en las perfecciones naturales y reflejar lo sobrenatural. En uno u otro caso, como Santo Tomás considera, este primer pecado de Satanás fue el pecado de la soberbia. Scotus, sin embargo (op. cit., Q. ii), enseña que este pecado no era la soberbia propiamente dicha, pero debería mejor describirse como una especie de la lujuria espiritual.Aunque nada definitivo pueda conocerse en cuanto a la naturaleza precisa del juicio de los ángeles y la forma en la cual muchos de ellos cayeron, muchos teólogos han hecho conjeturas, con algunas muestras de probabilidad, que el misterio de la Divina Encarnación les fue revelado, que ellos vieron que una naturaleza inferior a la suya debía ser hipostáticamente unido a la Persona de Dios Hijo, y que toda la jerarquía del cielo debe postrarse en adoración ante la majestad de la Palabra Encarnada; y esta, se supone, fue a razón para la soberbia de Lucifer (cf. Suárez, De Angelis, lib. VII, xiii). Como podría esperarse, los defensores de este punto de vista buscan apoyo en ciertos pasajes de las Escrituras, especialmente en las palabras del Salmista tal y como son citadas en la Carta a los Hebreos: “Al introducir al Primogénito en el mundo, dice: Que lo adoren todos los ángeles de Dios”. (Hebreos 1,6; Salmo 96,7). Y si el duodécimo capítulo del Apocalipsis puede ser tomado como referencia, al menos en sentido secundario, a la caída original de los ángeles, puede parecer algo significativo que este inicia con la visión de la Mujer y su Niño. Pero esta interpretación por ningún motivo puede tomarse como segura, pues el texto en Hebreos 1, puede referirse a la segunda venida de Cristo, y lo mismo puede decirse del pasaje en el Apocalipsis.Parecería que este relato del juicio de los ángeles tiene más concordancia con lo que se conoce como la doctrina Scotista en los motivos de la Encarnación, que con el punto de vista Tomista de que la Encarnación se suscita a raíz del pecado de nuestros primeros padres.
Puesto que el pecado en sí mismo fue cometido bajo la instigación de Satanás, esto presupone la caída de los ángeles. Cómo, entonces, podría la prueba de Satanás consistir en el conocimiento previo de aquello que podría, ex hypothesi, suceder solamente en caso de su caída. Del mismo modo parecería que la teoría arriba mencionada es incompatible con otra opinión sostenida por algunos viejos teólogos, ingeniando, que los hombres fueron creados para llenar las brechas en las filas de los ángeles. Ya que esto otra vez supone que si ningún ángel hubiese pecado, ningún hombre habría sido hecho, y en consecuencia, no habría habido ninguna unión de la Persona Divina con una naturaleza inferior a la de los ángeles.Como era de esperarse dada la atención que le otorgaron a la pregunta sobre los poderes intelectuales de los ángeles, los teólogos medievales tuvieron mucho que decir en su tiempo de prueba. La mente angélica fue concebida como capaz de actuar al instante, no, como la mente humana, que mediante el razonamiento discursivo pasa de las premisas a las conclusiones. Era inteligencia pura diferenciada de la razón.De ahí parecería que no había necesidad ninguna de extender este proceso. Y de hecho encontramos a Santo Tomás y a Scotus discutiendo sobre la cuestión de si todo el asunto no podría haberse llevado a cabo en el primer instante en el cual los ángeles fueron creados. El Doctor Angélico sostiene que la Caída no podía haber ocurrido en el primer instante. Y ciertamente parece que si la criatura naciera en el mismo acto de pecar, cabría decir que el pecado mismo procede del Creador. Pero este argumento, junto con muchos otros, es contestado con su agudeza acostumbrada por Scotus, quién mantiene la posibilidad abstracta del pecado en el primer instante. Pero, posible o no, concuerda en que esto no es lo que realmente pasó; pues la autoridad de los pasajes de Isaías y Ezequiel, que eran generalmente aceptados como referentes a la caída de Lucifer, podría bastar para demostrar que durante al menos un instante él había existido en un estado de inocencia y resplandor. A los lectores modernos, la noción de que el pecado fue cometido en el segundo instante de la creación, puede parecer apenas menos increíble, que la posibilidad de una caída en el primero. Pero esto puede ser, en parte, debido a que realmente pensamos con el modo humano del conocimiento, y dejamos de tener en cuenta la concepción escolástica de la cognición angélica. Para un ser que era capaz de ver muchas cosas a un mismo tiempo, un instante podría ser solo equivalente al período más largo necesitado por los lentos mortales para moverse.Esta disputa, en cuanto al tiempo transcurrido entre el juicio y la caída de Satanás, tiene un interés puramente especulativo. Pero la pregunta correspondiente en cuanto a la rapidez de la sentencia y el castigo es, de algún modo, un asunto de mayor importancia. En efecto, no cabe duda alguna de que Satanás y sus ángeles rebeldes fueron muy rápidamente castigados por su rebelión. Esto parecería estar suficientemente indicado en algunos textos que son entendidos como referentes a la caída de los ángeles. Puede ser inferido, además, de la rapidez con la cual el castigo siguió a la ofensa, en el caso de nuestros primeros padres, aunque la mente del hombre se mueva más despacio que aquella de los ángeles, y que ellos tenían más excusa en su propia debilidad y en el poder de su tentador. En efecto, fue en parte por esta razón, que el hombre encontró la misericordia, mientras que no hubo ninguna redención para los ángeles. Pues, como dice San Pedro: “En efecto, Dios no perdonó a los ángeles que pecaron” (2 Pedro 2:4). Esto, obsérvese, es afirmado universalmente, indicando que todos los que cayeron sufrieron castigo. Por éstas y otras razones, los teólogos comúnmente enseñan que la condena y el castigo sucedieron en el instante que siguió a la ofensa, y muchos van tan lejos como para decir que no hubo ninguna posibilidad de arrepentimiento. Pero aquí deberá tenerse bien en cuenta la diferencia trazada entre la doctrina revelada, que viene con autoridad, y la especulación teológica, que en un alto grado se apoya en el razonamiento. Lo más probable es que nadie que esté realmente familiarizado con los maestros medievales, con sus amplias diferencias, su independencia, su especulación valiente, sea capaz de confundirlos. Pero en estos días, corremos el peligro de perder de vista esa diferencia.Es cierto que, cuando esto cumple ciertas condiciones definidas, la concordancia entre los teólogos puede servir como un testimonio seguro a la doctrina revelada, y algunos de sus pensamientos y hasta sus mismas palabras, han sido adoptados por la Iglesia en sus definiciones del dogma. Pero al mismo tiempo estos maestros del pensamiento teológico, libremente proponen muchas opiniones más o menos plausibles, que llegan a nosotros con el razonamiento más que con autoridad, y según sus necesidades se mantendrán en pie o caerán con los argumentos mediante los cuales se apoyan. De esta manera podemos encontrar que muchos de ellos pueden estar de acuerdo en sostener que los ángeles que pecaron no tenían ninguna posibilidad de arrepentimiento. Pero puede ser que esto mismo sea asunto de discusión, que cada uno lo sostiene por una razón propia y niega la validez de los argumentos aducidos por otros.Unos sostienen que, desde la naturaleza de la mente y voluntad angélicas, había una imposibilidad intrínseca de arrepentimiento. Pero puede observarse que en cualquier caso, la base de este argumento no es enseñanza revelada, sino especulación filosófica. Y es apenas sorprendente encontrar que su suficiencia es negada por doctores igualmente ortodoxos, que creen que si los ángeles caídos no pudieron arrepentirse, esto fue porque la condena fue instantánea y no dejó espacio alguno para el arrepentimiento, o porque la gracia necesaria les fue negada. Otros, nuevamente, posiblemente con mejor razón, ni están satisfechos con que la gracia y el espacio suficientes para el arrepentimiento les fueran de hecho rechazados, ni pueden ver un buen asidero para pensar que sea así, o para considerar que está en armonía con todo lo que sabemos de la bondad y misericordia Divinas.Ante la ausencia de una decisión cierta en este asunto, puede permitírsenos sostener, con Suárez, que, por efímero que pueda haber sido, hubo un lapso suficiente como para dar oportunidad al arrepentimiento, y que la gracia necesaria no fue totalmente negada. Si ninguno realmente se arrepintió, esto puede ser explicado hasta cierto punto diciendo que su fuerza de voluntad y fijación de propósito hicieron el arrepentimiento sumamente difícil, aunque no imposible; que el tiempo, aunque suficiente, fue corto; y que la gracia no fue dada en tal abundancia, como para haber vencido estas dificultades.El lenguaje de los profetas (Isaías 14; Ezequiel 28) parecería mostrar que Lucifer tenía un rango muy alto en la jerarquía divina. Y, en consecuencia, encontramos muchos teólogos que mantienen que antes de su caída él era el más grande de todos los ángeles. Suárez está dispuesto a admitir que él era el más grande negativamente, es decir que nadie era más grande, pero que muchos pueden haber sido su iguales. Pero aquí otra vez estamos en la región de las opiniones piadosas, ya que unos teólogos mantienen que, lejos de ser el primero entre todos, él no perteneció a uno de los coros más altos —Serafines, Querubines y Tronos—, pero a una de las órdenes inferiores de ángeles. En cualquier caso parece que él sostiene una cierta soberanía sobre aquellos que lo siguieron en su rebelión. Ya que leemos “el Diablo y sus ángeles” (Mateo 25,41), “el dragón y sus ángeles” (Apocalipsis 12,7), “Belcebú, el príncipe de los demonios” —que, independientemente de ser la interpretación del nombre, claramente se refiere a Satanás, como se ve en el contexto: “Si Satanás también está dividido, ¿podrá mantenerse su reino? Pues bien, ustedes dicen que yo echo a los demonios con el poder de Belcebú” (Lucas 11,15-18), “al soberano que reina entre cielo y tierra” (Efesios 2,2). A primera vista puede parecer extraño que debiera haber cualquier orden o subordinación entre aquellos espíritus rebeldes, y que aquellos que se elevaron contra su Hacedor debieran obedecer a uno de sus propios compañeros que los habían conducido a la destrucción. Y la analogía de movimientos similares entre hombres podría sugerir que la rebelión probablemente resultara en anarquía y división. Pero se debe recordar que la caída de los ángeles no perjudicó sus poderes naturales, que Lucifer todavía retenía los dones que le permitieron influir en sus hermanos antes de su caída, y que su inteligencia superior les mostraría que ellos podrían alcanzar un mayor éxito y dañar más a otros, mediante la unidad y la organización, que mediante la independencia y la división.Además de ejercer la autoridad sobre aquellos a quienes llamaron “sus ángeles”, Satán ha ampliado su Imperio sobre las mentes de los hombres malvados. Así, en el pasaje recién citado de San Pablo, leemos: “Ustedes estaban muertos a causa de sus faltas y sus pecados. Con ellos seguían la corriente de este mundo y al soberano que reina entre el cielo y la tierra, el espíritu que ahora está actuando en los corazones rebeldes” (Efesios 2,1-2). Del mismo modo Cristo en el Evangelio lo llama "el príncipe de este mundo". Ya que cuando Sus enemigos vienen para tomarlo, Él mira más allá de los instrumentos de mal, al maestro que los mueve, y dice: “Ya no hablaré mucho más con ustedes, pues se está acercando el príncipe de este mundo. En mí no encontrará nada suyo” (Juan 14,30).No hay ninguna necesidad de hablar del punto de vista de algunos teólogos que conjeturan que Lucifer era uno de los ángeles que gobernaron y administraron los cuerpos celestes, y que este planeta fue encargado a su cuidado. Pues en cualquier caso, la soberanía en la cual estos textos están principalmente interesados, es sólo aquella del grosero derecho a la conquista y el poder de la influencia maligna. Su oscilación comenzó con su victoria sobre nuestros primeros padres, a quienes, habiendo cedido a sus sugerencias, trajeron bajo su esclavitud. Todos los pecadores que hacen su voluntad se harán desde ahora sus criados. Puesto que, como dice San Gregorio, él es la cabeza de todo los malos —“Seguramente el Diablo es la cabeza de todos los malos; y de esta cabeza todos los malos son miembros”— (Certe iniquorum omnium caput diabolus est; et hujus capitis membra sunt omnes iniqui. Hom. 16, en Evangel.). Este liderazgo sobre el malvado, como Santo Thomas procura explicar, se diferencia extensamente del liderazgo de Cristo sobre la Iglesia, en vista de que Satanás es sólo la cabeza por el gobierno externo y no también, como lo es Cristo, por la influencia interna, vivificante. (Summa III: 8:7).Con la maldad creciente del mundo y la extensión del paganismo, religiones falsas y ritos mágicos, el reinado de Satanás fue ampliado y se reforzó antes de que su poder fuese quebrantado por la victoria de Cristo, que por esta razón dijo, en vísperas de Su Pasión: Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera, (Juan 12,31). Por la victoria de la Cruz, Cristo libró a los hombres de la esclavitud de Satanás y al mismo tiempo pagó la deuda debida a la justicia Divina, derramando Su sangre en expiación por nuestros pecados.En sus esfuerzos por explicar este gran misterio, algunos viejos teólogos, engañados por la metáfora de un rescate para cautivos hechos en la guerra, vinieron a la extraña conclusión de que el precio de la Redención fue pagado a Satanás. Pero este error fue refutado con eficacia por San Anselmo, que demostró que Satanás no tenía ningún derecho sobre sus cautivos y que el gran precio con el cual fuimos comprados fue pagado a Dios solo (cf. ATONEMENT).Lo que ha sido dicho hasta ahora puede bastar para mostrar el papel que ha desempeñado el Diablo en la historia humana, sea en cuanto al alma individual o la raza entera de Adán. Se muestra, en efecto, en su nombre de Satán, el adversario, el oponente, el acusador, así como por su liderazgo del malvado, conducido bajo su bandera en la guerra continua con el reino de Cristo.Las dos ciudades cuya lucha es descrita por San Agustín están ya presentes en las palabras del Apóstol: “En cambio quienes pecan son del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. Para esto se ha manifestado el Hijo de Dios: para deshacer las obras del Diablo” (1 Juan 3,8).Si el conocimiento previo de la Encarnación fue la razón de su propia caída, su curso subsecuente le ha mostrado con seguridad, como el enemigo implacable de la humanidad y el opositor decidido de la economía Divina de la Redención. Y ya que él atrajo a nuestros primeros padres a su caída, él no ha dejado de tentar a sus hijos a fin de implicarlos en su propia ruina. No hay ninguna razón, en efecto, para pensar que todos los pecados y todas las tentaciones deben, por necesidad, venir directamente del Diablo o uno de sus ministros del mal. Ya que es seguro que si, después de la primera caída de Adán, o en el momento de la venida de Cristo, Satanás y sus ángeles hubieran estado atados, tan rápido de tal forma que no pudiesen tentar más, aún así el mundo estaría lleno de males. Ya que los hombres habrían tenido suficiente tentación en la debilidad y la indocilidad de sus corazones. Pero en ese caso, el mal habría sido claramente mucho menos de lo que es ahora, ya que la actividad de Satanás añade realmente mucho más que una simple fuente adicional de tentación a la debilidad del mundo y la carne; esto significa una directriz y una combinación inteligente de todos los elementos del mal.La Iglesia entera y cada uno de sus hijos son sitiados por peligros, el fuego de persecución, la enervación de facilidad, los peligros de la riqueza y de la pobreza, herejías y errores de caracteres opuestos: racionalismo y superstición, fanatismo e indiferencia. Ya sería bastante malo si todas estas fuerzas actuaran aparte y sin algún objetivo definido, pero los peligros de la situación son incalculablemente aumentados cuando todos ellos pueden ser organizados y dirigidos por inteligencias vigilantes y hostiles.Esto es lo que hace el Apóstol, aunque él bien conocía los peligros del mundo y la debilidad de la carne, da especial importancia a los peligros mayores que vienen de los asaltos de aquellos fuertes espíritus del mal en quienes él reconoció a nuestros enemigos más formidables y verdaderos: “Lleven con ustedes todas las armas de Dios, para que puedan resistir las maniobras del diablo. Pues no nos estamos enfrentando a fuerzas humanas, sino a los poderes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras, los espíritus y fuerzas malas del mundo de arriba ... Tomen la verdad como cinturón, la justicia como coraza; tengan buen calzado, estando listos para propagar el Evangelio de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe, y así podrán atajar las flechas incendiarias del demonio” (Efesios 6,11-16).
W.H. Kent. Transcrito por Rick McCartyTraducido por Patricia Reyes
FUENTE: The Catholic Encyclopedia, Volume ICopyright © 1907 by Robert Appleton CompanyOnline Edition Copyright © 1999 by Kevin Knight